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Vigésimo Noveno Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C (2025)

El Evangelio de hoy nos presenta la historia de una viuda persistente. En un mundo donde las mujeres rara vez tenían estatus, las viudas en tiempos de Jesús tenían que valerse por sí mismas económicamente, buscando ayuda de familiares y amigos. Y como describe Jesús, fue mediante su constancia que logró persuadir al juez del pueblo para que emitiera un fallo que le brindara algún alivio. Jesús la alaba, y alaba también a cualquiera que clame a Dios día y noche


El punto de Jesús en esto, como nos dice San Lucas al comienzo de la lectura, era recordarles a sus discípulos “la necesidad de orar siempre sin desanimarse”, de ser persistentes al pedir a Dios lo que necesitan. Y para darles seguridad, les dijo que si el juez injusto de su historia podía ser persuadido para responder a las necesidades de alguien, con mucha más razón lo hará Dios.

 

Bueno, sospecho que todos nosotros hemos orado en algún momento por aquello que creemos necesitar. Y aun cuando parece ser una oración por algo bueno y razonable, nuestras oraciones no siempre son respondidas como esperamos. Entonces, ¿cómo funciona? ¿Dios nos escucha? ¿La oración importa?


En algún momento alrededor del año 400, San Agustín escribió una carta sobre la oración a una viuda llamada Anicia Faltonia Proba. Él dijo: “Puede desconcertarnos que Dios nos pida orar cuando Él sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos”, pero quiere que “ejerzamos nuestro deseo a través de nuestras oraciones, para que podamos recibir lo que Él se prepara para darnos. Su don es realmente muy grande, pero nuestra capacidad es demasiado pequeña y limitada para recibirlo… Ensancha tus deseos (por medio de la oración)…”. (Carta a Proba, Liturgia de las Horas, vol. IV, pp. 408-9).


Lean nuevamente esas palabras de Agustín. Nos dicen que, aun cuando sinceramente pidamos a Dios cosas buenas y justas, como la sanación de una persona enferma o la paz para alguien en crisis, Dios ha estado tratando de darnos aquello que realmente necesitamos desde el principio, aunque no sea lo que pedimos. Con demasiada frecuencia, simplemente no hemos reconocido lo que Dios quiere darnos ni, además, cómo aceptarlo. Y les recuerdo que la oración, en última instancia, está destinada a cambiarnos a nosotros, no a Dios..

 

En este mes de octubre, en el cual recordamos el papel de María en nuestra fe, como Nuestra Señora del Santo Rosario. Vemos en las Escrituras hebreas algo importante y hermoso en la herencia judía: la poderosa influencia de la madre del rey, especialmente en la línea del rey David. La palabra hebrea para esto es Gebirah, que significa “Reina Madre”. Esto lo vemos con el rey Salomón. Cuando su madre vino a verlo, él “se levantó para recibirla y le hizo una reverencia. Luego se sentó en su trono, y se colocó un trono para la madre del rey, que se sentó a su derecha”. Cuando ella le anunció que tenía una petición, el rey respondió: “Pídela, madre mía, porque no te la negaré” (1 Reyes 2, 19-20).


Teniendo esto en cuenta, les recuerdo que uno de los títulos más comunes para Jesús en los Evangelios es Hijo de David. Como hijo de David y heredero de la línea eterna de reyes, Jesús es Rey. Con fe y confianza, oramos a nuestro Rey por la poderosa intercesión de la Gebirah, la Reina Madre, a quien conocemos como María. Ella irá ante su Hijo, el Rey, en nuestro nombre. Por eso suplicamos a través de ella, en la oración.

 

San Agustín dijo además en la carta antes mencionada:

Cuanto más profunda sea nuestra fe, más fuerte será nuestra esperanza, mayor será nuestro deseo y más amplia será nuestra capacidad para recibir ese don, que es verdaderamente muy grande… Con esta fe, esperanza y caridad oramos siempre con un deseo incansable… Mientras más ferviente sea el deseo, más digno será su fruto… Desea sin cesar esa vida de felicidad que no es otra cosa que eterna, y pídesela a Aquel que solo puede concederla” (ibíd.).


Una vez más, es un llamado a expresar nuestros deseos para que nuestros corazones se ensanchen y se preparen para recibir lo que Dios quiere darnos. Con una fe persistente manifestada en la oración, confiemos de esa manera.

 
 
 

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